Diez años de ausencia | Opinión
Desde Río de Janeiro
La verdad es que hay un montón de temas para tratar desde Brasil. Las dificultades permanentes del presidente Lula da Silva en relacionarse con un Congreso hostil, especialmente con la Cámara de Diputados, corrupta y manipuladora; las oscilaciones de una economía que avanza bien y firme, pero es insuficiente para asegurarle una popularidad como las que ostentó en sus dos mandatos anteriores; la tensión cuando se mira lo que hace la aberración abyecta que preside la vecina Argentina, y que responde por el nombre Javier Milei; la creciente dificultad en mantener una cercanía, que ya no la alianza de antes, con un cada vez más imprevisible y sin rumbo claro Nicolás Maduro en Venezuela; o cómo tratar la postura genocida de Benjamín Netanyahu frente a los palestinos; la amenaza permanente de la situación en Irán… En fin, vale reiterar: no faltan temas.
Pero mi atención, mi memoria, lo que me resta de calor en el alma, están puestos en el miércoles que viene, 17 de abril.
Es que ese día se cumplen diez años del imprudente y perverso viaje de Gabriel García Márquez (foto), el único sin vuelta. Él, viajero incansable como otro nutrido y querido par de amigos, emprendió el viaje que más me rompió el alma, del cual él vuelve en cataratas de recuerdos.
Porque yo sabía y sé, y sigo inconformado, que ya no habrá más llamadas telefónicas de larga distancia e incansables mentiras intensamente inventadas de cada lado, entre mareas de risas, ni paseos raros por la Ciudad de México, Madrid o Paris o La Habana o Cuernavaca o vaya saber dónde. Ni los almuerzos sin fin de sábados inesperados, cuando yo no era invitado sino convocado: “Sábado, que estés poco antes de la una y media, comeremos a las dos, ni si te ocurra decir que no”, y yo, claro, nunca siquiera pensé en decir que no…
Recuerdo la vez que le dije que estaba solo con mi hijo Felipe, que entonces tenía unos seis años, y oí “Felipe es invitado eterno de Mercedes, así que lo mínimo que puedes hacer es traerlo”. Y recuerdo que eso se repetía a cada tanto, atrayendo mi hijo a un sinfín de historias insuperables, a lo mejor puras mentiras recordando la infancia, pero perfectas.
Pues ahora, faltando tres días para los diez años de su partida, lo que inquieta el vacío de mi alma y el dolor de mi memoria es otra cosa.
Es una pregunta que no deja de dar vueltas y vueltas flotando en el aire que respiro: ¿qué diría él de este mundo en que vivimos? ¿Sabría decirme qué pasó con nuestras aspiraciones de vida, qué sobrevivió de nuestras esperanzas, qué futuro nos tocó?
El Gabo jamás se resignó frente a lo que fuese. Su inquietud era permanente, buscaba respuestas para todo y casi nunca se conformaba con las primeras, seguía buscando hasta llegar a una conclusión, su conclusión. Que, cuando fuera el caso, una única persona en el universo lograría cambiar: él y nadie más.
¿Qué diría el Gabo de este mundo de hoy?
Ni idea. Lo único que sé es que frente a tantas preguntas que nos sofocan, estaría, como siempre, indignado, curioso y buscando respuestas.
La verdad es que no soy, nunca fui, de apegarme a fechas redondas, tipo “cinco años”, “diez años”, “quince años”…
Pero espero este miércoles con suave dulzor en el alma. Será día de comprar un ramo de girasoles para Mercedes, como en cada encuentro nuestro, y una especial botella de Chablis o Sancerre, y subir a la terraza de mi departamento y mirar al cerro Corcovado y al siempre iluminado Cristo Redentor, símbolos máximos de mi ciudad de Río de Janeiro, y abrazarme a la memoria del Gabo.
Y con él y con Mercedes reunir fuerzas para los tiempos que vendrán.
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