“Don Tito”, el último de los almaceneros de barrio
Dicen que lo que pidan a “Don Tito”, lo tiene. Pero él mismo es un personaje, con sus lentes, su lento caminar, la paciencia de todo buen comerciante y ese eterno bueno humor que hace sentir al cliente un amigo más de la casa.
Su pequeño negocio sobre la calle Meglioli, al norte de Punta de Rieles, es un regreso en el tiempo con un almacén como los de antes. En el frente hay un cartel de chapa, pintado a mano, que lo presenta: “Kiosco Don Tito”.
En ese antiguo comercio se puede comprar de todo y también salir del apuro. Sobre el mostrador encontrás desde naranjas a una botella de vodka, y dentro de las vitrinas o colgados en el salón asoman los ramos de flores artificiales, perfumes y muñecas, entre la más diversa mercadería. Es que, si le preguntan, a lo mejor Don Tito lo tiene: como las camisas para las viejas lámparas a gas, un despertador o alguna que otra alpargata, si le quedan talles.
Ese es el universo del popular comerciante de Rivadavia al que todos conocen como “Don Tito”, uno de los últimos almaceneros de barrio. Pocos saben que se llama Livio Comastri, que es calingastino, hijo de un trabajador rural que le puso ese sobrenombre en honor –según él- al mítico Mariscal Tito.
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Cuenta que su padre Jusepe Comastri, un inmigrante italiano llegado en el siglo pasado. Según “Don Tito”, su papá conoció al líder revolucionario yugoslavo durante su estadía en Calingasta en la época Cantonista, aunque esa versión quedará como otras tantas leyendas que se tejen sobre el supuesto paso del Mariscal Tito por San Juan y que otros desmienten tajantemente.
Su padre fue uno de los obreros que construyó la ruta a Calingasta y que se jubiló después de trabajar años en la finca y fábrica de sidra y calvado de ese departamento. Tito era niño cuando sus padres se mudaron a La Bebida y a él lo internaron en la vieja Escuela Hogar de avenida Benavides –hoy Hogar de Ancianos-. También pasó por el otro hogar del Estado de calle Mendoza, en Rawson.
En su adolescencia comenzó a trabajar en la fiambrería Carlitos, en la Galería Estornell. Sin querer y por necesidad, así empezaría a incursionar en el mundo del comercio. “Era chico, pero me gustaba trabajar. Después me fui al primer supermercado que abrió en San Juan”, cuenta.
También pasó por desgracias. No lo olvida: “Mi papá ya había muerto. Y cuando yo tenía dieciséis años, mi mamá perdió la vida en un accidente de tránsito en el centro. Ella iba en el primer asiento del colectivo y justo los chocó un camión”.
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Siendo un adolescente tuvo que asumir el rol de padre y ponerse a la familia al hombro. “Éramos doce hermanos y yo el segundo de todos. Recuerdo que el más chico tenía seis o siete años. Después que muere mi madre, la gente me pedía que regalara a mis hermanos, así se criaban con otras familias. Pero dije ‘no’ y me puse a trabajar más para mantener a mis hermanitos y salir adelante”.
En 1969, “Tito” no eran don. Tenía poco más de 20 años. Recién se había casado y junto con Eva González compraron el terreno de calle Meglioli, en donde todavía viven y posee su negocio. “En el frente había un caserón y todo era parrales. Esta calle (por la Meglioli) era pura tierra”, rememora.
Mientras él seguía trabajando en el centro de San Juan, su esposa atendía el pequeño almacén en Rivadavia en el que empezaron a vender vino suelto y en damajuana. “También ofrecíamos pan rallado y lo que necesitaban o buscaban los vecinos. Al negocio lo levantamos de a poco. Con mi trabajo y con lo que ganábamos con mi mujer en el almacén, pudimos criar a nuestros seis hijos, que ya son grandes. Ahora tengo seis nietos”, confiesa Don Tito, que hoy cuenta con 78 años.
“Con mi trabajo y con lo que ganábamos con mi mujer en el almacén, pudimos criar a nuestros seis hijos, que ya son grandes. Ahora tengo seis nietos”, cuenta Don Tito. “Con mi trabajo y con lo que ganábamos con mi mujer en el almacén, pudimos criar a nuestros seis hijos, que ya son grandes. Ahora tengo seis nietos”, cuenta Don Tito.
“Vivo con el negocio”, agrega el dueño del modesto almacén que lleva más de medio siglo abierto al público. “Muchos me decían que iba a tener que cerrar, cuando abrieron los supermercados Atomo y el Waltmart acá cerca. Yo dije: ‘voy a atender hasta las dos de la mañana’ y me fue bien. Vendo igual. La gente viene a la noche porque saben que atiendo hasta muy tarde y aquí encuentran lo que buscan”, dice satisfecho.
Desde que se jubiló como empleado de comercio, le dedica tiempo completo a su almacén y trata de mantenerlo como un polirubro. Pese a los años, él no pierde el carisma. Nunca se lo ve enojado. “El secreto es llevarse bien con todos y ser amable con el cliente. A veces les hago chiste y ellos también me hacen bromas o me cargan”.
No sabe si va a vender la mercadería que tiene apilada y envuelta en plástico, como un par de sombrero, una vieja pelota, los pares de medias o los chupetes. A “Don Tito” no le importa, los tiene en exposición por si un cliente algún día los necesita.
Él aguarda sentado en el comedor, mirando la televisión y sin perder de vista al salón de ventas, por si le gritan: “¡Don Tito!”. Entonces se levanta pacientemente y atiende a través de las rejas de la ventana del viejo almacén. Por ahí pasa el mundo de Livio Camastri. Aunque reconoce que actualmente le cuesta pagar la luz y el gas, y mantener su negocio, Don Tito no imagina su vida si no está detrás de un mostrador y los vecinos tampoco.
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