“El Gordo” de los cubanitos, un ícono de los vendedores ambulantes de San Juan
Simpático. Bondadoso. Elegante. Cordial. Hay cientos de adjetivos para describirlo y todos son cualidades que hablan de un gran comerciante, pero principalmente de una gran persona. Quien haya transitado por el microcentro de San Juan durante la segunda mitad del siglo XX siempre tendrá un grato recuerdo de Oscar García, alias “El Gordo”. Vendedor nato, aprendió el oficio desde muy chico y sacó provecho de sus cubanitos de dulce de leche y demás productos que ofrecía en las calles de Capital. Esta serie de hechos lo llevó a obtener un reconocimiento único por parte de una prestigiosa institución a nivel mundial.
Desde niño forjó su alegría y picardía. Gran parte de sus primeros años de vida transcurrieron en Neuquén, y según afirmaron amigos de “El Gordo” a este diario, García vivió en un circo durante su infancia. Allí trabajó su familia y él aprendió a ser mago. “Se ponía un turbante y le adivinaba el futuro a la gente”, expresó Carlos Ojeda sobre las anécdotas que contaba su entrañable compinche. En ese contexto también dio sus primeros pasos como comerciante, gracias a la venta de caramelos.
Luego llegó a San Juan y en su adultez comenzó a ser reconocido en los rincones céntricos. Vendía de todo. Desde cremas antiinflamatorias hasta hierbas afrodisíacas. “No pongás mi nombre, nene. No quiero que se entere mi mujer”, dijo otro de los amigos de Oscar al hablar sobre el último producto mencionado. Todo sea por ganarse unos pesos y sobre todo el cariño -y complicidad- de los clientes.
Pero una golosina lo llevó a la fama. Además de comerciante, “El Gordo” era un innovador. Pensó en un alimento capaz de encantar el paladar de chicos y grandes. Éste era el cubanito con dulce de leche. Los armaba con su esposa Inés, una mujer que también es recordada gratamente por el entorno de García.
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Oscar García, alias “El Gordo” en pleno centro vendiendo los famosos cubanitos. Foto gentileza: Carlos Cerimedo.
Luego era momento de llegar hasta General Acha y Rivadavia. Allí colocaba su mesa, el mantel y la bandeja. La pilcha de Oscar era marca registrada. Smoking rojo, moño rojo, camisa blanca y pantalón cremita, y siempre acompañado de su tradicional sonrisa y una cordial atención. “Se acuerdan cuando nos compraban cubanitos”, todavía recuerdan sus clientes sobre su famosa frase. Hasta se acuerdan del precio, cuando el vendedor ofrecía cuatro por un peso.
Los entrevistados también guardan en su memoria otro clásico de la familia García. Fanático de la comida y los negocios, abrió una parrillada en inmediaciones de la esquina de Juan Jufré y Alem. Por supuesto, el servicio de “El Gordo” y compañía era de excelente calidad. Una infinidad de cumpleaños y juntadas tuvo como escenario al famoso local gastronómico, ícono de los ’90 en San Juan. El lugar siempre estaba lleno. “Era muy servicial. Él hacía de todo. Hasta festejé las bodas de plata con mi señora allí”, expresó Carlos Maradona, comerciante y colega.
Un reconocimiento sin precedente y el ataúd
Ojeda y Maradona fueron compañeros de García en el Rotary Club. Oscar llegó a la emblemática institución durante los ’80. Jorge Varela, dueño de una feria en Laprida y Entre Ríos, lo presentó ante dicha sociedad. “Era lindo escuchar sus charlas y anécdotas, porque fue un hombre que las vivió todas”, dijeron.
Quienes conocieron al comerciante lo recuerdan por lo mismo: muy buena persona, solidario y atento. Era el primero que estaba para hacer un asado o cualquier evento. Esto le valió una distinción sin precedente para el club a nivel mundial. Por primera vez, un vendedor ambulante fue considerado miembro de la institución.
Tomó un rol protagónico tras formar parte de este ámbito. Una anécdota pinta de cuerpo entero lo que significó “El Gordo” como integrante del círculo y como persona. Sus colegas recordaron que necesitaban un sarcófago para un difunto oriundo de Buenos Aires. Gracias a la gestión de García, consiguió un cajón luego de un acuerdo con un exintendente. Después ocurrió algo insólito. “Llevó el féretro arriba de una Coupe Chevy y terminó en Valle Fértil donando la caja fúnebre”, rememoraron.
Pasaron varios años de la muerte del vendedor ambulante, pero el recuerdo, mejor dicho los buenos recuerdos, están vigentes. Quienes se acuerdan de él, lo hacen con una sonrisa y agradeciendo eternamente su destacada calidad como vendedor y ser humano.
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