Gracias Alejandro, descansá en paz
-Espere un minuto.
El minuto se hizo varias horas. Yo seguí allí. Hasta que el señor, de bigote pintoresco y saco ajustado al que todos llamaban Dionisio, me hizo pasar. Me recibió un galán de mostachos prolijos y tiradores, que desentonaba con todo lo que había cerca. Más desentonaba su forma de hablar, bien porteña. Sintonizamos de inmediato, hablamos de periodismo, de rugby, de la vida. Foráneos los dos, lanzados al mundo a remarla con lo que hay, habrá visto en mí algo muy parecido a él mismo.
Al rato nomás ya me había ofrecido si quería probar. ¿Que si quería probar? Yo estaba desesperado por al menos agarrar un lampazo en una redacción.
-Vení mañana a las 8, pero antes pasá por Juancito, me dijo.
-¿Juancito?, ¿Quién es Juancito?, pregunté.
Salí, consulté a Dionisio, y el señor de saco –que entendió todo- me agarró de la mano y me llevó él mismo a la peluquería de la galería. Yo tenía los pelos largos como el Beto Márcico, una estrella del Boca de entonces, pero llegué al otro día a la redacción a la que volvería los siguientes 19 años (16 de ellos como jefe de redacción), con la cabeza rapada.
Así conocí al Chichi, Alejandro Chighizola, un aventurero del periodismo y de la vida que en ese momento estaba reemplazando al jefe de entonces, Daniel Turón, convaleciente de una operación y con quien yo no hubiera pegado onda. No lo reemplazaba porque fuera el yerno a sottovoce de Don Francisco, sino porque le sobraba carretel. Una historia que pude recrear ayer nomás, gracias a la invitación que me hicieron el sábado los colegas Mario Romero y Leonardo Muro en ADB por radio One y me preguntaron por mis comienzos. Y que fue lo primero que se me vino a la cabeza en esta tarde triste que supe que murió.
Con las disculpas al lector por el uso de la primera persona, este relato lo pinta apasionado e intenso como era. No me ofreció solo trabajo ese día, sino familia. Algo invalorable para un desterrado como yo en ese momento, o cualquiera que fuera de un lado a otro y todo le parecía como Siberia a falta de celulares, WhatsApp o siquiera mail.
Ahí andaba yo y mi esposa almorzando un domingo a su casa coqueta y recibiendo al mismísimo dueño del diario –el Jefe- que llegaba con un oso gigante para su pequeña nieta, Pili. Si, nieta, aunque en ese momento fuera un secreto insólito por el mismo trato del abuelo-padre a quien por esas cosas de la vida no llevaban el apellido. Y que el tiempo pudo corregir. Este mismo año, Lida –la encantadora esposa del Chichi- pudo llevar en su documento el apellido Montes, como todo el mundo sabía menos el registro civil.
Conocí a Pilar (Pili) y a Alejandrito, me faltaron los otros, a los que no pude por las diferencias de la vida misma. Fueron tiempos de parto, de sus hijos y de los míos: Alejandro fue el único que me acompañó el día que nació mi primer hijo.
Hablábamos en la mesa de periodismo, del Racing que amaba, de las carreras de caballos y escuchábamos a Los Chalchaleros. Y mientras entonaban los Sarabia se tomaba vino, a veces mucho.
También parían nuevos tiempos en el Cuyo, que conducía Alejandro en los tormentosos tiempos de la destitución de Escobar y la irrupción, breve pero movida, de Rojas. Se le imprimía ritmo de vértigo a la mañana del diario, a veces desde las primeras horas matizadas con un paso por el Super o el Capayán para una medida de grapa.
Le alcanzaba a Alejandro con su talento, sabía que podía mover ese joystick a discreción y con capacidad para el insumo principal de un diario: contenidos picantes. Sabía también que su suerte allí no estaría atada a su capacidad, nacida fuera de terreno académico sino de la cruda calle que lo llevó a salir de la alcurnia porteña a San Juan llegando escondido y escapando desde Trelew, hasta varias noches durmiendo en taxis de la plaza 25. Sino de los acontecimientos familiares.
Picadas bien regadas, aperitivos en lugar del café, algún platito en lo de los Gómez para entretener el sifón, siempre como condimentos obligados a cualquier encuentro con fuentes y trabajos a destajo con horarios holgadamente excedidos de cualquier convenio colectivo. Era full life. Y a mil en todas las curvas, trabajando y pasándola amablemente, con un break de vez en cuando para cruzarse enfrente del diario a ponerle un billete a la cuarta de San Isidro. Pese a eso, el diario crecía. Y no eran buenas noticias para todos.
El cambio generacional en Diario de Cuyo nos encontró en veredas separadas. Mientras don Francisco había cometido la imprudencia de poner como jefe transitorio de su diario -después de un experimento con porteños consagrados- a un jovencito de 26 años que era yo, con el Chichi se verificó lo que pintaba: el recrudecimiento de la interna familiar lo eyectó del diario. No sin asistencia ni recursos, pero afuera.
Había dejado una huella imborrable. Su evidente simpatía, su capacidad de socializar –más aún si estaba en una peña de gauchos-, su impronta decidida y avasallante, y la interminable lista de contactos para alguien que como él manejó los hilos del medio de comunicación más importante de San Juan, hicieron de él una marca.
Lo intentó primero en la política, con un olvidable paso como concejal de una lista del efímero partido de un emblema bloquista, Javier Caselles. Luego como empresario de medios: invirtió fuerte en una productora de televisión y rentó espacio central en TVO –TV por cable fundado por los Montes y vendido a los Vila, antecesor de Supercanal-, desde donde descerrajaba balazos a quien se cruzara.
Andaba por la calle celosamente custodiado por guardaespaldas. Se recuerdan aquellos célebres programas que empezaban con Baglietto cantando La vida es una moneda y un staff de celebridades que integraban nada menos que el Quito Bustelo Graffigna o el Chango Illanes. Había que atajarse.
Hubo momentos ásperos entre nosotros. Como cuando lo contrató el hermano de un gobernador para rasparme, justo a él que me conocía mucho. Anduvo por otros medios, hizo radio, pasó por Colón con el Quito, se cansó y se fue.
En Mendoza consiguió reorganizar su vida, en especial la familiar, y dedicarse a otros negocios. Desapareció literalmente de la primerísima primera plana que ocupó durante al menos 15 años como periodista picante, empresario ampuloso y encima yerno de Don Francisco.
Lo ví por última vez hace unos años, en el bar frente a la plaza 25 en la que me lo crucé de casualidad. Me dijo que había dejado todas mis pasiones, menos una. Me gustó lo que me dijo, nos abrazamos con cariño. Quedamos en vernos pronto, esas cosas que nunca suceden.
Sí me encontré con su esposa Lida, al menos telefónicamente. Fue cuando recibió la hermosa noticia de que su identidad, que conocía todo San Juan, ahora constaba en su DNI. Y que no debería seguir siendo un murmullo por lo bajo. “Me devolvió la vida”, me confesó entre lágrimas. Allí me contó de Pili, a la que vi nacer y ya debe estar por los 30, sus otros hijos que no conocí, y que el Ale no estaba bien.
No sé cuántos años tenía, ni de sus últimas vueltas por la vida. Se fue. Su historia es parte de la mía. Y viceversa.
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